
Miriam, que seguramente me haya hecho pensar en ciertas cosas más que muchos libros y que la mayoría de los profesores, me envía hoy un fragmento de Efusión y Tormento. Ella no cita la fuente en su mail, porque se toma muy en serio a Benjamin, pero yo tenía la necesidad de saber cómo seguía ese capítulo.
Las fotos son del Mercado de San Miguel de Madrid, sólo comparen actitudes y clientela y se verá muy bien la reorganización del suelo de esta ciudad.
“En el principio está el ruido, la muchedumbre y el polvo, la oleada de los desplazamientos a caballo, en coche o incluso a pie, algo así como un inmenso rumor, por momentos interrumpido por insoportables estridencias. Precisamente, allí resulta difícil oír cualquier cosa, excepto el clamor persistente y cálido de una ciudad donde cada momento se ve acompañado por el ensordecedor alboroto causado por los oficios ejercidos al aire libre, los cascos de los caballos sobre los adoquines, los secos chasquidos de las fustas de los cocheros, los incontables constructores de edificios que golpean la madera y tantos otros materiales con sus herramientas de hierro, los llamados de los pasantes y por una suerte de rumor ensordecedor. Se oye un perpetuo zumbido o un bordoneo embriagador, interrumpido aquí y allí por crepitaciones que se vuelven sordos rugidos. Algunos barrios tienen el ruido de los gemidos de la miseria, otros, el de la actividad furiosa y la batahola. A veces, si se para la oreja, se distingue alguna música, canciones, un tambor militar, la repetición de un estribillo, el sonido de las campanas al vuelo atravesando el tiempo. Pero es difícil aislar un sonido cualquiera, un llamado cualquiera: parecería el gran viento del mar que lo obliga a chocar contra los peñascos. Se oyen golpes y gritos, crujidos y choques de manos, risas demasiado fuertes o llantos, injurias o encantos con fuertes abrazos.
En ese escándalo, las orillas del Sena son las más impresionantes, aunque no es seguro que las lavanderas, pese a lo que se diga de ellas, sean las más responsables. Por los puertos del Sena, donde el trabajo se hace en la desnudez de las orillas blandas, circulan las mercancías acarreadas por barcos. Al acercarse la temporada fría, si se está en las orillas del río, llega de lejos un pesado rugido, que se infla como las nubes de tormenta y anuncia la llegada sobre el agua de los troncos de madera, luego inmovilizados por todo un dispositivo de cadenas, ganchos y chatarra y luego cortados para hacer leña.
Superada la primera impresión, la oreja se organiza: reconoce, o al menos se vuelve capaz de reconocer, las distintas señales emitidas. En pleno corazón del paso desenfrenado de las carrozas, del relincho de los caballos y fuera del sonido rítmico de las campanadas de las iglesias, las llamadas específicas y particulares atraen la atención y taladran el oído sin delicadeza. Luego, cada oficio, cada comerciante ambulante posee y perfecciona su grito: voces penetrantes y agudas se lanzan sobre los techos y rasgan el aire, la mercadería se canta con alaridos exacerbados por los agudos.
Hay que oírlos lanzar sus voces sobre los techos, su garganta supera el ruido y el alboroto de las esquinas. Al extranjero le resulta imposible comprender esto; el propio parisino sólo lo distingue por la rutina. Todos esos gritos discordantes forman un todo del que no se tiene ninguna idea hasta que no se lo ha oído.

El vendedor ambulante, molesto por el sonido de las voces de los comerciantes de chatarra, salta de una nota a otra con guturales exasperantes; la vendedora de gofres, débil e intensa, precipita su voz en agudos casi insoportables; sin contar al aguador o a la vendedora de encajes, que intenta tapar el conjunto mediante otras estratagemas vocales. Cada alimento, cada bebida o bagatela, cada objeto indispensable o de pacotilla tiene su estridencia, su melodía, su flujo y reflujo y sus entonaciones, que proveen asombrosas “figuras verbales y musicales”. Eso aún no sería nada si cada día no se clamaran a voz en cuello las ordenanzas, los avisos o los anuncios de guerras, castigos o ejecuciones. Pero lo que llena el aire de la manera más imperativa es el anuncio gritado de los alimentos: los vendedores gritan el nombre de su mercadería, gallinas, arenques, puerros, que trazan vocalmente una melodía discordante, un universo musical corporal y carnal cargado de sentido y a gusto de cada uno. En ese bullicio, los ruidos sólo pueden reconocerse por acostumbramiento, la rutina auditiva termina por aceptar que la oreja desgarrada distinga algunas informaciones importantes y necesarias para la vida cotidiana.
La sociedad más acomodada, la del barrio Saint-Germain o el Marais, no tiene la oreja entrenada. Les delega esa responsabilidad a sus criados y sirvientas:
Read the rest of this entry »
Filed under: madrid-noise, políticas, ruidos, soundscape, textos