The Ratzinger Times

¿Donde quedaron los paisajes románticos?


– escucha –

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Cabin Fever: La Charca


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Motorola 451 XOOM y la Superbowl

He visto/leido Farenheih 451 en tres versiones. La he leído como libro de Bradbury, como novela gráfica en colaboración con Tim Hamilton y como película de Trufaut. Lo bueno de Farenheit 451 es que cambia sustancialmente en cada soporte y su comentario muta. Si en el libro está bastante claro el valor de los libros, en el cómic se recomenta de manera sarcástica la hegemonía de la letra sobre el lenguaje icónico verbal de la novela gráfica. En Trufaut la cosa cambia, porque incide en la soledad del lector, en la crueldad del intelectual lector frente al audiovisual. No hace mucho (nada) leíamos libros y ordenábamos nuestras ideas en papel.
Lo de Trufaut es un alegato a la autoría audiovisual. Pero es recalcar la soledad del libro, la alienación del aislamiento, lo que viene ahora al caso. Con ocasión del 30 cumpleaños del walkman se me ocurrió remirar los anuncios de Sony Wlakman, de como en esa dialéctica espectáculo/vigilancia, Apple había arrasado imponiendo el espectáculo sonoro. No es de extrañar revisando su anuncio de 1982 en el que se oponía al fetiche por excelencia de la literatura sobre la vigilancia.
Todos recordamos el anuncio de Apple en el que una atleta destruía una pantalla en un mundo a lo de 1984 de Orwell, calcado con la sutilidad como sólo algunos publicistas merecen. Con una sutilidad igual se cita aquí a 1984 y en definitiva al anuncio de Apple del mismo año.

Los resultados, en comparación, dejan mucho que desear. Viéndolo en perspectiva el anuncio de Apple, y atendiendo a la cultura del walkman y sobre todo del iPod, los que habían salido ganando en el monopolio de la alienación occidental no era Windows, sino Appel.
Apple/iPod aún más que Sony/Walkman tapona los oídos con un éxito sin igual. El problema es que si el anuncio de Apple se oponía a la vigilancia de la pantalla, al menos de manera retórica, el de Motorola no se opone a nada, porque el poder de iPod ha sido destruir la vigilancia escópica para imponer el espectáculo aural. Vaya, que hay más espacio para el miedo a iPad que para la crítica al iPod.

Y sin extendernos mucho en esto, también hay que redordar salir de esta dialéctica del espectáculo y la vigilancia, para ver que el problema del iPod también es el de los espacios acústicos privatizados. De hecho han perdido el tiro de comentar ese detalle del anuncio del Apple en el que los pasillos se han convertido en tubos y las personas en circuladores. Sólo queda un pobre gesto de mano en cable que también induce un poco a la circulación y la cautividad.
Esa oficina del anuncio de Motorola se reduce, como el vagón de tren, al espacio que hay entre los dos auriculares de sus muñecos blancos, es igualito al espacio de confort del coche, sueño de la libertad de los atascos.

Si yo no lo explico muy bien, se puede recurrir a los textos de Michael Bull, que no por casualidad ha dedicado parte de sus carrera de investigación al coche, el walkman y el iPod. Y ya que nos ponemos con referencias, también es muy recomendable para todo este tema de los auriculares el textos de Sumanth Gopinath.

No es de extrañar que si la figura de la alienación en 1984 sean los personajes grises del anuncio de Apple, la de hoy sean estos señores de blanco Mac, un blanco que es casi marca de la casa. Unas personas que no ven, que sólo oyen enganchados con la mano a su cable.
Sólo mediante la realidad aumentada de las tabletas, conseguiremos mirar de nuevo a la realidad. Esta nueva versión de la distopía, en lo visual de THX sobretodo, a mi personalmente, me da una pereza tremenda. ¿La salvación vendrá por el ojo? No lo creo.

El espectáculo (por enésima vez) es “una relación social entre personas, medida por imágenes”. A mi Debord me cae bien, sobre todo por esa frase suya de “yo he leido mucho, pero he bebido mucho más”, pero que le vamos a hacer, era un poco oculocentrista el pobre.
El espectáculo también es una relación de personas medida por sonidos. Que se lo digan a los diseñadores del tono de Nokia, a los metaleros noruegos, a las compañías telefónicas a Sony y a Apple.


(A mi es que ese Freedom volador me ofende un poco)

El caso es que esto del espectáculo, ya se sabe, tiene un poco de hiper-realidad, y la verdad no me imagino lo contento que se hubiese puesto Baudrillard si le hubiera echado el ojo a una tableta de realidad aumentada de estas. Su texto sobre Disneyworld (fan) no sería nada comparado con el anáisis de una aplicación de Apple o Motorola. En fin, ya lo decía Jonathan Crary hablando del tema, la pantalla separa a las personas mucho más de lo que las une.

A lo que íbamos, porque en los toques biográficos de esta historia se deshace la fuerza de la interpretación y la conspiranoia. Qué hay detrás de esa conclusión en que dos personas vuelven a relacionarse socialmente por medio de una imagen. Una imagen perversa, una representación y metarepresentación del afecto y del personaje.
Michael Sharrow, el director del video de Motorola Xoom en cuestión, había realizado con su agencia un corto titulado No desconectar. En esta parte de la historia me pierdo, en como llego a realizar el anuncio y dar la idea para la campaña de apertura de la Super Bowl estadonidense. En caso es que el “discurso” de esta pieza es la base de la campaña de Motorola, y digo discurso para entendernos, porque ya decía Brieva que “los publicistas son al arte lo que las flores de plástico a la botánica”.
Hay que decir como concesión a Sharrow que su idea se supeditó más de la cuenta a la campaña de Xoom, porque en su primer “film” se pasaba del auricular blanco a la vision de los cuerpos, no a la realidad aumentada de una tableta. Y lo que es más importante… bueno, es evidente lo que va a pasar, pero no quiero contar el final. De hecho, si teneis la misma paciencia youtubera, que yo pasaries directamente hasta él.

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Artículo 41

Aprovecho este artículo publicado en Mediateletipos para colgar en Box el texto Políticas de un Espacio Aural

El tandem medioambiente-policía de Ana Botella y Pedro Luis Calvo Poch vuelve a la carga tras las palabras de Gallardón, Alcalde de Madrid. La consejera de Medio Ambiente y el Delegado de Seguridad y Movilidad anuncian estos días un nuevo artículo, 41, en la ley de ruidos y vibraciones del Ayuntamiento de Madrid para regular los sonidos indeseados, coches, alarmas … y músicos callejeros.
A excepción claro de los actos musicales acordados por el ayuntamiento.
Una vez más es mi música, tu ruido.

Para los que no conozcan al tandem, Ana Botella es esa señora defensora de la familia que salió mal parada de una reunaión en el Cogam acusada de hipócrita. Pedro Luis es ese señor que ha colocado cámaras de vigilancia hasta en el interior de los autobuses, su carrera de joven prodigio en la política liberal y en la destrucción de la privacidad y el espacio común es destacable. Gracias Pedro Luis.

Ya nos tienen acostumbrados a su lenguaje electoralista de no dar tregua al ruido, haciendo de un concepto un enemigo como lo hacen de una capucha o una barba. Pornoterroristas, ciclistas sin casco, fumadores, músicos sin licencia, sois el enemigo ruidoso de la cementación europea. ¡Gamberros!

Un paso más para el monopolio del sonido ambiente, su customización y su politización opresiva. Una norma más para el control del espacio común que se transforma poco a poco en un espacio de comercio, donde el intercambio y la opinión son imposibles. Poco (nada) se deja a la confrontación ideológica con el sonido del Otro de la que habla Brandom Labelle y desde donde puede crecer la ideología, nada para la reflexión sobre esta interpretación económica y produccionista del sonido y su suelo.
Si no tienes suelo y dinero, será mejor que te estés callado.
Rodeados de personas que piensan que la música se puede comprar o vender en relación al plástico que la soporta, no son de extrañar normas que piensen en las relaciones entre sonido y espacio como relaciones de arrendamiento y de venta.
Hace relativamente poco hablábamos de una cartel en la Plaza de Santa Ana de Madrid una plaza, para quien no la conozca, colonizada literalmente por las terrazas de los bares. Un plaza en la que sólo pueden sentarse personas con cierto nivel económico, los ricos vaya, o los que queramos aparentarlo. Durante unos días colgó de un balcón una pancarta que decía “vuestros euros, nuestro ruido” en referencia al pago que daban los terraceantes a los músicos.
Hace poco con ocasión de Sound Localities pude hacer una broma sobre el arte conceptual, pero cargada contra el tandem de sonofóbicos de Medio Ambiente de Madrid. Fui al portal de ese mismo edificio en Santa Ana y grabé la hora de la siesta de un domingo. Este creo que es el sonido que quieren nuestros ayuntadores.

Este es el silencio plano que caracteriza las plazas de hormigón, donde las familias pueden pagar por cocacolas y cervezas. Creo haber oído un pájaro, pero no se si era el freno de un taxi.

Ahora que las terrazas no son cosa del verano con la lei antitabaco que parece un ensayo para ver hasta cuanto de profundo podían clavárnosla con la reforma laboral, nuestro querido ayuntamiento se ocupa de subvencionar estufas y luces para la colonización de las aceras y plazas, paso lógico para la destrucción definitiva del espacio común de Madrid.
Caminar cualquier tarde por esta ciudad es asistir a la triste evidencia del triunfo del buen rollo, de los dueños de los bares fumando solos en la puerta de su local, de la europeización más caustica que suena a cemento, que busca un paisaje sonoro plano, almidonado y gris como los trajes de romano de los trabajadores del ayuntamiento.
Volviendo a Brandom Labelle y a su revisión del mito del panopticismo y la opresión distópica en los espacios acústicos, hay que recordar que es el silencio, el silencio de las cárceles, el silencio como espacio del remordimiento, es el sonido más opresivo de todos. Un silencio no como el de Cage, ese silencio común y libre, sino un silencio esculpido, estanco y costoso.

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MADRID-NOISE (IV) Dibujos





Dibujos de paisajes sonoros hechos por niños según el Ayuntamiento de Madrid.

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Noise is a poor people thing

Miriam, que seguramente me haya hecho pensar en ciertas cosas más que muchos libros y que la mayoría de los profesores, me envía hoy un fragmento de Efusión y Tormento. Ella no cita la fuente en su mail, porque se toma muy en serio a Benjamin, pero yo tenía la necesidad de saber cómo seguía ese capítulo.
Las fotos son del Mercado de San Miguel de Madrid, sólo comparen actitudes y clientela y se verá muy bien la reorganización del suelo de esta ciudad.

En el principio está el ruido, la muchedumbre y el polvo, la oleada de los desplazamientos a caballo, en coche o incluso a pie, algo así como un inmenso rumor, por momentos interrumpido por insoportables estridencias. Precisamente, allí resulta difícil oír cualquier cosa, excepto el clamor persistente y cálido de una ciudad donde cada momento se ve acompañado por el ensordecedor alboroto causado por los oficios ejercidos al aire libre, los cascos de los caballos sobre los adoquines, los secos chasquidos de las fustas de los cocheros, los incontables constructores de edificios que golpean la madera y tantos otros materiales con sus herramientas de hierro, los llamados de los pasantes y por una suerte de rumor ensordecedor. Se oye un perpetuo zumbido o un bordoneo embriagador, interrumpido aquí y allí por crepitaciones que se vuelven sordos rugidos. Algunos barrios tienen el ruido de los gemidos de la miseria, otros, el de la actividad furiosa y la batahola. A veces, si se para la oreja, se distingue alguna música, canciones, un tambor militar, la repetición de un estribillo, el sonido de las campanas al vuelo atravesando el tiempo. Pero es difícil aislar un sonido cualquiera, un llamado cualquiera: parecería el gran viento del mar que lo obliga a chocar contra los peñascos. Se oyen golpes y gritos, crujidos y choques de manos, risas demasiado fuertes o llantos, injurias o encantos con fuertes abrazos.
En ese escándalo, las orillas del Sena son las más impresionantes, aunque no es seguro que las lavanderas, pese a lo que se diga de ellas, sean las más responsables. Por los puertos del Sena, donde el trabajo se hace en la desnudez de las orillas blandas, circulan las mercancías acarreadas por barcos. Al acercarse la temporada fría, si se está en las orillas del río, llega de lejos un pesado rugido, que se infla como las nubes de tormenta y anuncia la llegada sobre el agua de los troncos de madera, luego inmovilizados por todo un dispositivo de cadenas, ganchos y chatarra y luego cortados para hacer leña.
Superada la primera impresión, la oreja se organiza: reconoce, o al menos se vuelve capaz de reconocer, las distintas señales emitidas. En pleno corazón del paso desenfrenado de las carrozas, del relincho de los caballos y fuera del sonido rítmico de las campanadas de las iglesias, las llamadas específicas y particulares atraen la atención y taladran el oído sin delicadeza. Luego, cada oficio, cada comerciante ambulante posee y perfecciona su grito: voces penetrantes y agudas se lanzan sobre los techos y rasgan el aire, la mercadería se canta con alaridos exacerbados por los agudos.

Hay que oírlos lanzar sus voces sobre los techos, su garganta supera el ruido y el alboroto de las esquinas. Al extranjero le resulta imposible comprender esto; el propio parisino sólo lo distingue por la rutina. Todos esos gritos discordantes forman un todo del que no se tiene ninguna idea hasta que no se lo ha oído.

El vendedor ambulante, molesto por el sonido de las voces de los comerciantes de chatarra, salta de una nota a otra con guturales exasperantes; la vendedora de gofres, débil e intensa, precipita su voz en agudos casi insoportables; sin contar al aguador o a la vendedora de encajes, que intenta tapar el conjunto mediante otras estratagemas vocales. Cada alimento, cada bebida o bagatela, cada objeto indispensable o de pacotilla tiene su estridencia, su melodía, su flujo y reflujo y sus entonaciones, que proveen asombrosas “figuras verbales y musicales”. Eso aún no sería nada si cada día no se clamaran a voz en cuello las ordenanzas, los avisos o los anuncios de guerras, castigos o ejecuciones. Pero lo que llena el aire de la manera más imperativa es el anuncio gritado de los alimentos: los vendedores gritan el nombre de su mercadería, gallinas, arenques, puerros, que trazan vocalmente una melodía discordante, un universo musical corporal y carnal cargado de sentido y a gusto de cada uno. En ese bullicio, los ruidos sólo pueden reconocerse por acostumbramiento, la rutina auditiva termina por aceptar que la oreja desgarrada distinga algunas informaciones importantes y necesarias para la vida cotidiana.
La sociedad más acomodada, la del barrio Saint-Germain o el Marais, no tiene la oreja entrenada. Les delega esa responsabilidad a sus criados y sirvientas:

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